Lo más grave de todo es el desastre cultural que estas Navidades
pervertidas están causando en América Latina. Antes, cuando solo
teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos eran
prodigios de imaginación familiar. El niño Dios era más grande que el
buey, las casitas encaramadas en las colinas eran más grande que la
virgen, y nadie se fijaba en anacronismos: el paisaje de Belén era
completado con un tren de cuerda, con un pato de peluche más grande
que un león que nadaba en el espejo de la sala, o con un agente de
tránsito que dirigía un rebaño de corderos en una esquina de
Jerusalén. Encima de todo se ponía una estrella de papel dorado con
una bombilla en el centro, y un rayo de seda amarilla que habría de
indicar a los Reyes Magos el camino de la salvación. El resultado era
más bien feo, pero se parecía a nosotros, y desde luego era mejor que
tantos cuadros mal copiados del aduanero Rousseau.
La mistificación empezó con la costumbre de que los juguetes no los
trajeron los Reyes Magos -como sucede en España con toda razón-, sino
el niño Dios. Los niños nos acostábamos más temprano para que los
regalos llegaran pronto, y éramos felices oyendo las mentiras poéticas
de los adultos. Sin embargo, yo no tenía más de cinco años cuando
alguien en mi casa decidió que ya era tiempo de revelarme la verdad.
Fue una desilusión no solo porque yo creía de veras que era el niño
Dios quien traía los juguetes, sino también porque hubiera querido
seguir creyéndolo. Además, por pura lógica de adulto, pensé entonces
que también los otros misterios católicos eran inventados por los
padres para entretener a los niños, y me quedé en el limbo. Aquel día -
como decían los maestros jesuitas en la escuela primaria- perdía la
inocencia, pues descubrí que tampoco a los niños los traían las
cigüeñas de París, que es algo que todavía me gustaría seguir creyendo
para pensar más en el amor y menos en la píldora.
Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una
operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo
una devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el
Santa Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papá Noel
de los franceses, y a quienes todos conocemos demasiado. Nos llegó con
todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de juguetes
bajo una fantástica tempestad de nieve. En realidad, este usurpador
con nariz de cervecero no es otro que el buen San Nicolás, un santo al
que yo quiero mucho y porque es el de mi abuelo el coronel, pero que
no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la Nochebuena
tropical de la América Latina. Según la leyenda nórdica, San Nicolás
reconstruyó y revivió a varios escolares un oso que había
descuartizado en la nieve, y por eso lo proclamaron el patrón de los
niños. Pero su fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el 25. La
leyenda se volvió institucional en las provincias germánicas del Norte
a fines del siglo XVIII, junto al árbol de los juguetes, y hace poco
más de cien años pasó a Gran Bretaña y Francia. Luego pasó a Estados
Unidos, y estos nos lo mandaron para América Latina, con toda una
cultura de contrabando: la nieve artificial, las candilejas de
colores, el pavo relleno y estos quince días de consumismo frenético
al que muy pocos nos atrevemos a escapar. Con todo, tal vez lo más
siniestro de estas Navidades de consumo sea la estética miserable que
trajeron consigo: esas tarjetas postales indigentes, esas ristras de
foquitos de colores, esas campanitas de vidrio, esas coronas de
muérdago colgadas en el umbral, esas canciones de retrasados mentales
que son los villancicos traducidos del inglés; y tantas otras
estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la pena de
haber inventado la electricidad.
Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche
infernal en que los niños no pueden dormir con la casa llena de
borrachos que se equivocan de puerta buscando donde desaguar, o
persiguiendo a la esposa de otro que acaso tuvo la buena suerte de
quedarse dormido en la sala. Mentira: no es una noche de paz y amor,
sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se
quiere. La oportunidad providencial de salir por fin de los
compromisos aplazados por indeseables: la invitación al pobre ciego
que nadie invita, a la prima Isabel que se quedó viuda hace quince
años, a la abuela paralítica que nadie se atreve a mostrar. Es la
alegría por decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar
porque nos regalan, y de llorar en público sin dar explicaciones. Es
la hora feliz de que los invitados se beban todo lo que sobró de la
Navidad anterior: la crema de menta, el licor de chocolate, el vino de
plátano. No es raro, como sucede a menudo, que la fiesta termine a
tiros. Ni es raro tampoco que los niños -viendo tantas cosas atroces-
terminen por creer de veras que el niño Jesús no nació en Belén, sino
en Estados Unidos.
AUTOR : GABRIEL GARCIA MARQUEZ ; Colombiano. Escritor. Premio Nobel
de Literatura en 1982.