Atahualpa Yupanqui
Mi padre era gaucho, mis tíos lo eran, mis primos también. Así que
para conocer gauchos no necesité salir de mi casa. En el patio de mi
casa se sintió la escuela desde que yo nací. No tenía que andar
comprando la entrada para verlo a El Chúcaro. Desde muy niño por
juguetes lo que tenía eran estribos, espuelas, alguna lanza, un par de
puñales. Me ponía los estribos y me imaginaba en un caballo; así
andaba de un lado a otro, caminando. Eran unos estribos pequeños
porque en aquel tiempo el hombre pobre se mandaba a hacer las botas;
eran pocos los que usaban "botas de lechero", como le llamábamos. Se
mandaba a hacer botas de cabritilla que, por finas que fueran, no
valían más de seis pesos. Y sus espuelas; espuelas de plata también
tenía por entonces cualquier pobre.
Así como ese viejito francés que usted ve ir al mercado y compra dos
tomates, tres zanahorias, midiendo sus centavitos porque gente que
pasó la guerra sabe lo que es economía, pero que guarda unas monedas
para llevarse un bouquet de violetas; un viejito francés que no quiere
comer sin flores.
A eso yo le llamo civilización y a esos sedimentos civilizadores, los
admiro y los respeto. Por entonces, en mi casa y en mi país, cualquier
pobre guardaba algo de su sueldito por si se podía agenciar de un par
de espuelas; que no iba a comprar al "Trust Joyero Relojero", que se
las compraba a Juan Garay o a Pedro Galván, otro paisano que ya no las
usaba.
Y en mi infancia sonaron aquellas espuelas que aún hoy conservo
conmigo. Mi horizonte no era muy grande y acaso por eso me debo haber
ido metiendo en el mundo de la guitarra. Ya de chico estaba lleno de
sueños y cuando joven era muy lector hasta de lecturas que me hacían
daño, tendría trece, catorce años cuando leía a Nietzsche; después a
Schopenhauer, Espronceda, los sonetistas del Siglo de Oro (Quevedo,
Góngora, Lope de Vega, los Argensola), lo leí a Villaespesa, a
Cervantes; me hice bastante cervantino y me desvelaba con los libros
de caballería. Todo lo iba tomando de un puñado de libros que tenía mi
padre que no se podía decir que llegaran a ser una biblioteca; leía,
sin sistema ni mucho orden, lo que el mundo iba escribiendo.
Pero se terminaba todo cuando oía una guitarra, tocada por un paisano
o por alguien que pasaba por el pueblo ganándose la vida. Aquellas
aldeas con una estación de ferrocarril y ocho casas y diez ranchos,
como Agustín Roca donde mi padre era empleado de ferrocarril, no
tenían casa de cultura, ni teatros, ni cine, lo que había era cancha
de pelota y allí cantaban aquellos señores, en el fruntón.
Pero cantaban de noche y sólo algunas veces me llevaba mi padre, a las
nueve, y a la diez, cuando se estaba poniendo linda la reunión -yo
tendría siete, ocho años- a volar para casa. Y en mi casa yo tocaba la
guitarra con dos cuerditas y me daba los conciertos para mí solo.
La guitarra es para mí un poco el templo donde yo entro a rezar.
Cuando yo necesito musitar mi salmo profundo, voy a la guitarra. Por
supuesto, no voy a tocar chacareras, que me encantan, ni gatos. La
chacarera en Santiago del Estero, la zamba en Tucumán y el estilo en
la provincia de Buenos Aires, para mí eso configura toda una atmósfera
tradicional y hermosa. Pero para rezar, la vidala. Y la hora no
importa, las nueve o las tres de la mañana y no necesito el estímulo
del vino, ni de amigos.
Respondo al reclamo interior, al "cascabel", como lo llamaba Ortega y
Gasset: cuando se agita dentro de uno el cascabel, es cuando se
necesita andar ese camino para ver qué rebaño lo anda buscando.
Por ahí ando yo, por esa senda y hace años y no por excepción, ni por
ningún privilegio; es mi manera de ser. Hablando de su dogma,
respetabilísimo por cierto, el profeta Isaías decía cosas muy
importantes, de vez en cuando: "Dios -decía- es aquel a quien sólo el
silencio nombra; nombrar demasiadas veces a Dios es una forma de
venderlo". Es el almacenero que siempre le anda recomendando alguna
marca de yerba; la verdadera yerba, la buena, no se nombra mucho; se
dice: "¿quiere yerbear?"; ahí está el asunto.
En guitarra ocurre lo mismo: la vidala que más ama uno es la que no
llega al disco, la que no se toca en los escenarios con mucho anuncio
como preparando el clima; ésa no va; ésa es mía; ésa es para rezar yo
solo.
Tengo muchas de ésas, sí; "Paso de los Andes"; una zamba en homenaje a
San Martín, es una de las escondidas; "Mangrullando", ¿sabe lo qué es
el mangrullo?: cuatro cañas en el desierto y un cuero de vaca donde el
centinela miraba si venían los indios; tiene cincuenta años guardada:
quedó para el salmo. Y después algunos se enteran, los que están más
cerca mío, mi familia, y si no, no se entera nadie, con que me entere
yo ya está ganado el asunto.
Yo aspiro a ser un tradicionalista. Pienso que de acuerdo al ritmo que
llevan estos tiempos, a la marcha de los relojes de esta época, de
acuerdo a como se compone lo que se llama el "nuevo folklore", la
"nueva canción argentina", el "nuevo texto", las "canciones del
mañana", eso que uno ve con gran profusión y difusión, dentro de
cincuenta años ningún niño argentino va a saber cómo era la Zamba de
Vargas.
Va a haber una confusión tan grande de ritmo, de manera de decir, de
acentuar, de afirmar el acento rítmico, el juego musical,
guitarrístico o pianístico, ese bote va a navegar de tal manera para
cruzar rápido el río, que ya nadie se va a acordar cómo era hacerlo
dulcemente sobre la antigua corriente; el río que pasa.
Entonces es cuando y más quiero hacer la zamba antigua, la chacarera,
la vidala vieja; no feas ni retrógadas por viejas, sino llenas de
belleza y de ejemplo, llenas de modelo. Y no porque las toque yo, sino
porque antes que yo las tocara ya eran así; yo lo que hago es honrarme
con tocarlas.
Baguala, vidala, estilo, milonga: esos son los hechos fundamentales,
sin eso no existiría el folklore. Con la baguala no se precisa ni el
grito, ni la guitarra, ni el poeta; la baguala no necesita de la
ciudad, ella en sí misma es toda una entidad. La milonga es una forma
de meditar. Hay dos formas de milonga: la milonga corralera, porque
"corral" es donde hay reunión de gente, en tono mayor, que es
descriptiva, donde el hombre cuenta una carrera: "le corro con mi
manchao al colorao de Cirilo"... "El desafío", o habla de unos amores,
una jugada de taba, un duelo criollo y está la milonga decidora, donde
el hombre busca su necesaria soledad para decir sus cosas.
La milonga es de la pampa y el hombre de la pampa usa rollo largo para
enlazar porque no tiene obstáculos; el norteño tiene piedras y por eso
usa el rollo corto. Mucho lazo, galope abierto, un señor de a caballo
en la pampa es un dominador del espacio, entonces cuando toma la
guitarra no canta dos minutos, usa cuatro décimas, canta diez minutos
porque tiene llanura y tiempo.
Además no tiene supersticiones, no tiene misterios: como la pampa no
tiene eco, no le devuelve la voz, se la traga. La montaña sí le
devuelve la voz al indio y el indio se llena de miedo, vive con los
fantasmas; nunca vio salir ni ponerse el sol, lo vio a las diez de la
mañana cuando pasó la montaña y a las tres de la tarde cuando se fue;
la luna, igual: "¿dónde se irá, pue' señor?". Todas esas cosas van
entrando en las oscuridades de su mundo y se traducen en su canto; por
eso el montañés usa la copla de cuatro versos porque "más, ¿pa qué?",
constriñe, tiene una facultad de síntesis extraordinaria: "tengo prisa
y no me apuro / parece que no la tengo / apurao que va despacio / le
camina el pensamiento". / ¿Qué tal?; la firmaría Unamuno, ¿o no? Si ya
no la firmó algún otro.
Y la zamba y la chacarera son formas amables. La zamba es de reunión
social, es danza para el amor, como el vals en la ciudad, como la
contradanza de los ingleses. No conviene ponerse a decir muchas cosas
con la zamba porque se traicionaría el espíritu del tres por cuatro,
del juego del pañuelo; se pueden insinuar, nomás.
Como el único lenguaje que tiene la zamba es el pañuelo uno le puede
adjudicar a la mirada, al gesto, o al silencio del hombre cosas que el
pañuelo no puede decir. Pero no le adjudique demasiado porque entonces
cae en la filosofía y eso guárdelo para otro asunto: para la baguala,
para la vidala, para la milonga, donde el hombre, como se dice en el
campo, en un "solo con soledad". Porque hay solos sin soledad que
usted ve parados en las esquinas; solos sin ellos.
No sé, así pensando de golpe, como nace una canción. Generalmente hago
los versos primero y después le pongo música o no le pongo música
nunca, lo dejo como versito. Varía mucho: a veces hago una copla y a
los dos meses está formada como "El alazán", por ejemplo, en un par de
meses estaba hecha la letra y la música y el espíritu de la
interpretación, la velocidad, el tiempo (que no es el musical, es el
otro); el saber esperar: hacer la introducción larga, sufrir un poco -
masoquista si quiere- antes de empezar a decir algo.
Otras veces hago primero la música y después me sale al tiempo la
copla o no me sale, queda en música nomás; debo tener setenta, ochenta
zambas que no tienen palabras; solos de guitarra o porque encuentro
que está bien así o porque no lo he podido expresar; yo tengo muchas
limitaciones, no se vaya a creer.
Todo lo que compongo en guitarra antes lo caminé sin tener la idea de
hacer una canción. Había un inspector de algodones en Suncho Corral,
en el Sur de Santiago del Estero, departamento de Figueroa, que era
amigo mío y por años me estuvo diciendo: "cuando vayas a Suncho Corral
te vienes a casa, Atahualpa", años invitándome. Le estoy hablando de
cuando yo tendría veinticuatro, veinticinco. Fui a Suncho Corral y
digo "voy a visitar al amigo" y resulta que el hombre se había muerto
ese día. Le dije a unos amigos: "guárdenme la guitarra" y me fui al
velorio. Total que me quedé como un mes; recorrí los algodonales,
escuché vidalas, chacareras, remedios, vi a un hombre que le decían el
"Tero" zapatear con un solo pie, tomándose el otro con la mano, a una
velocidad tremenda. Todo eso pasó hace dos años, hice la vidala de
Suncho Corral, que acabo de grabar en México. Mire si es misterioso el
camino que le da por andar a una canción.
Dicen que lo que yo hago es poesía; vaya a saber: lo que procuro es
incorporar mi voz a las viejas voces populares, en lo posible,
imitándolas porque me encanta esa forma de decir del argentino que fue
mi abuelo y el abuelo de mucha gente; esa levadura de pueblo de
poquito antes de aparecer el siglo; eso procuro decirlo a mi manera.
Y no para escribir cosas típicas, no para sacar patente de sabedor de
minucias folklóricas o criollistas: hablar de cómo se hace un lazo,
cómo se enrolla, cómo se lanza lo que me importa es el lazo cuyo
final, cuya argolla está en el profundo del corazón del hombre. Cuando
al hombre no le alcanza el brazo inventa el lazo; el lazo como
prolongación del anhelo del hombre: ¡por ese lado me gusta galopar!
A lo mejor la poesía es simplemente búsqueda, qué sé yo. La poesía es
misión, la biblia que todo el mundo siente todos los días y que unos
escriben y otros no. Y si el mundo se salva, creo yo, es por ahí; por
la poesía y la belleza y la buena música.
Cuando sale poesía, eso no lo puede saber uno. Intento buscarla en los
temas más sencillos, ya sean de adentro o de afuera, estado de ánimo o
actitudes del campo. No soy ningún desesperado buscador de metáforas
porque no las sé manejar y porque lo que importa no es que la gente
diga: "mirá lo que dijo y cómo lo dijo", para mí eso casi es
verguenza, lo que cuenta es fijar un acontecimiento del alma o de la
tierra y, si es posible, con belleza. Si eso es poesía, muchas
gracias, es poesía.
Para tratar los asuntos de amor el paisano tiene un pudor infinito;
generalmente no los trata porque esas son cosas que no le importan a
nadie; es fortuna o infortunio muy privado y particular, frente al
cual nadie osaba meterse porque era comprometer el respetado universo
del hombre. Se hablaba de cualquier cosa pero en materia de amor, a
callarse la boca. Así fuera una travesura, así fuera que lo veían dar
la vuelta a caballo por el rancho de doña Fulana de Tal cuando venir
por otro lado le quedaba más cerca. Esas cosas iban de mirada a mirada
entre los paisanos pero cuando llegaba el susodicho "buenas tardes";
"buenas tardes". Ni una alusión, porque una alusión podía significar
un rebencazo o un tajo, como diciendo: "¡qué se mete, qué le importa a
usted"! Y era verdad; lo que importaba era lo trascendente.
Será por eso, como usted dice, que yo trato con pudor la cuestión
amorosa en mis canciones; o no la trato. "Recuerdos del Portezuelo",
esa novia de ojito; "Le tengo rabia al silencio" y se acabó; nada más.
Era muy fácil respetar; ahora -y le llaman "evolución"- es difícil
encontrar respeto; respeto por la palabra o el silencio o el amor de
un hombre.
La música es una de las cosas que puede salvar al mundo, porque un
hombre que busca y encuentra y se solaza horas y días y años y años
luz, a través de generaciones, con la belleza, ¿qué otra cosa puede
querer que un mundo mejor?
Y cuando hablamos de buena música no hablemos solamente de la
folklórica, hablemos de la barroca, hablemos de Bach, de Haëndel, o de
los románticos, hablemos de Mozart; por ese lado anda la cosa.
Y también es importante el silencio. Como decía un paisano "cuando yo
era muchacho y disculpe la memoria" casi me vuelvo loco tratando de
hacer sonar el silencio en la guitarra. Cuatro años me pasé buscando
un tono que tradujera el silencio, que cuando la gente lo oyera
dijera: "¡ahí está el silencio!".
¿Cómo hacerlo? Trabajé con las bordonas, con las cuerdas gruesas,
pero, ¿cómo?: en tono mayor, en tono menor, con dos cuerdas, con tres,
con una, en acorde, en arpegio, una sola nota suelta, una nota larga,
una redonda, imitando el violoncello, no imitando nada. Me llevaba
mucho tiempo y tortura interior. Menos mal que frené porque si no
estaría en Vieytes. Tonteras que hace uno.
Con el asunto del precio de la madera y la deforestación estamos
haciendo un parque inglés de la República Argentina; ya no tenemos ni
dónde atar el caballo. Por ahí hay un tema que me preocupa y lo estoy
escribiendo; un ensayito del que llevo cuatro, cinco páginas que se
ajustarán a una y media o
terminaré rompiéndolo o ampliándolo, vaya a saber.
Póngale al norte de Santiago del Estero donde todavía queda algún
árbol. El hombre que se pone el hacha al hombro cuando todavía está la
estrella arriba, el lucerito, y va al monte y empieza a hachar, desde
el primer golpe de hacha se ausenta el ave. Y esa ave no vuelve más
porque hacha todo el día y hacha mañana y hacha pasado y termina con
este algarrobo, con este quebracho y sigue con el otro y en poco
tiempo esa comarca, donde todavía hay sesenta mil árboles en muchas
leguas, se vuelve una comarca sin árboles y sin pájaros.
Entonces, ahí está el asunto: ¿cómo devolverle el canto a la selva?
¿cómo hacer para que vuelva el ¡ay! de la paloma?, el zorzal que huyó,
el pechito colorado que no volverá nunca aterrorizado por el ¡Tac! de
cada hachazo. Buena preocupación para nuestros músicos que se dicen
compositores y tocan lindo el piano, el violín, el charango y la
quena. No trabajando en la ciudad para llegar al disco; cantando al
campesino, haciendo música con sabor al lugar; quién sabe si esa no es
una manera simbólica de pedirle perdón a la selva y devolverle un
pedazo de su canto.
Es mi gran preocupación actual; tonta preocupación si quiere, pero
déjeme que así sea. Claro que para eso uno solo no alcanza; tienen que
ser muchos y muchos sin la idea del disco, del éxito, del premio de la
Sociedad de Autores, porque entonces sería deleznable asunto el
nuestro, sería inferiorizar un sueño, matarlo, y el que mata un sueño
tiene dos mil años de cárcel, por lo menos; sin libertad condicional y
sin abogado cerca.
Hay creadores y creadores; hay gente que hace una zamba, la inscribe y
se aplaude un año entero. Después están los creadores de vulgaridades,
se pone de moda la sangría y le hacen una canción a la sangría. Mire
lo que pasa con Corrientes. Corrientes es una provincia muy seria,
rigurosa, dura para vivir y trabajar, llena de belleza, un nacedero de
tradiciones libertarias que no termina nunca. Y nadie le canta a esa
vertiente sino que va a lo divertido del gritito, o a la bombacha o al
castellano mal hablado y así obtienen esos éxitos de una baratura y
una vulgaridad que Corrientes no merece. Pero ¿qué puede
contar un chamamé lleno de alaridos frente a lo que escribe, por
ejemplo, un Porfirio Sapa donde el hombre correntino pecha el monte,
el peligro, la víbora, la laguna infestada y vive ahí con su mujer,
con sus hijos, con sus sueños y su guitarra?
Y. ¿La Rioja? En La Rioja usted tiene que tener en cuenta los cuarenta
y cinco grados de calor, la falta de vegetación de frutos; sobran
colores y falta dulzura del clima, la cosa tierna, la noche amable.
Que hay que hacerla con alcohol o con tambores o con guitarras porque
de por sí no es amable la noche; hay que embellecerla o envilecerla,
según las entendederas de cada cual. Entonces salen esas vidalas
chayeras, porque chaya es fiesta en quechua, vidalas farristas y
tontas, con mucho éxilo entre farristas y tontos pero que para la
formación de una cultura nacional no cuentan un comino.
A la provincia de Buenos Aires no la tocan, no se animan porque tiene
mucha soledad en sus estilos. Y la soledad no es comercial. Menos mal:
Buenos Aires se va salvando.
Después vienen los otros, los que dicen: "Tengo mi mensaje" y han
escrito dos zambas, una chacarera y una canción de protesta y a eso le
llaman "mensaje". Eso es falso. Mensaje es una vida. Mensaje es
Tagore, mensaje es Cristo, mensaje son setenta y cinco años de
Chazarreta tocando danzas y nunca hablando de mensaje; pero lo dejó.
Mensaje es Ricardo Rojas, es Martínez Estrada; a eso llamo yo mensaje.
Cuando se serena el agua y se anda por el agua, ahí empieza a asomar
el mensaje; mientras tanto, calladito.
En esto del folklore hay mucha resaca, como dice un tal Luna que,
dicho sea de paso, me dedica un libro sin que nadie se lo haya pedido,
ni autorizado; un libro que no está escrito ni con mala intención, ni
con buena intención, con errores de fechas y acontecimientos; cosas
que después de trabajar cincuenta años uno cree no merecer.
Pero en esto de que hay mucha resaca, usa la palabra exacta. Como
también hay que decir que hay gente que ha hecho un esfuerzo sincero y
honesto, quince, veinte nombres, para decir, unas doscientas canciones
que están escritas con belleza, con buena intención, incluso en lo
social, muy bien realizadas y que yo las respeto y las aplaudo.
Hay cosas que usted dice y dicen: "Es un amargao". ¿Amargado, de qué?
Si a mí hace cuarenta años que me va bien, desde el punto de vista
personal; lo que me va mal es desde el punto de vista universal; me va
triste. Hay dos tipos de Historia la que escriben los historiadores
según el escaño donde están sentados y la otra, la que no se escribe
sino que se canta o se calla, que es la del pueblo.
Hay una copia anónima que dice: "así se escribe la historia / de
nuestra tierra, paisano / en los libros, con borrones / y con cruces,
en los llanos". Y esta otra, tucumana antigua, que cantan allá los
N.N. de la montaña: "al que se muere, lo lloran / le rezan y qué sé
yo / y antes nadie se acordaba / las pobrezas que pasó". A mí eso me
duele desde hace cincuenta años hasta ese momento. Todo el mundo habla
de las manos y de los pies de Cristo crucififado, pero del lanzazo al
costado nadie habla. Y ése es el que me duele a mí.
"El payador perseguido" no es Atahualpa Yupanqui solo, es mucho pueblo
argentino, póngale las etiquetas que quiera porque dentro de ellos hay
una desazón que no los deja dormir en paz y nuestro pueblo necesita
trabajar y dormir en paz; a través del lento correr del tiempo, del
arrugarse del árbol. Y yo noto que no soy yo, hay muchísimos, hay
miles de "payadores perseguidos" en mi país que no importa que no sean
payadores pero es penoso que sean perseguidos.
No miro mucho para atrás: he vivido cuarenta y cinco vidas en el
tiempo de una sola, he pasado pobrezas, angustias, rebeliones,
tristezas, humillaciones, olvidos, ingratitudes; yo mismo he sido
ingrato y olvidador. Prefiero mirar para adelante. Porque detrás de mí
lo único que he hecho es ir acumulando una serie de vivencias, de
acontecimientos, de eso que la gente llama experiencia. Yo tenía un
amigo a quien recuerdo "muy siempre", como decimos en el campo, un
amigo que murió hace treinta años o algo parecido, el autor de "Los
ejes de mi carreta", Don Romildo Risso. Don Romildo me decía: "hay dos
clases de viejos -él era un hombre de canas y yo un mocoso de
veinticinco años- "dos clases de viejos -me decía Don Romildo Risso-:
aquel que pasó la vida acumulando experiencia y aquel otro que se pasó
la vida amontonando zonceras y se cree que es experiencia."
[Recopilación de Ernesto González Bermejo. Revista Crisis, septiembre
de 1975]
http://culturitalia.uibk.ac.at/hispanoteca/Musik-LA/Atahualpa%20Yupanqui.htm