Queridos
amigos:
Como ustedes
saben, el libro es, al mismo tiempo, un vehículo de cultura y una
mercancía.
Pero, ¿qué
sucede cuando estas funciones chocan una contra la otra?
Sobre eso
queremos hablar hoy, y de qué modo, la víctima es nuestro patrimonio
literario.
En esta
entrega, ustedes reciben:
Un gran abrazo
a todos.
Antonio Elio
Brailovsky
José Jiménez Aranda:
"Bibliófilos"
La agonía del libro
Por Antonio Elio
Brailovsky
Hace muchos
años, un joven llamado Neftalí decidió escribir versos. El sopapo que le propinó
su padre por dedicarse a ese oficio de maricones lo disuadió, no de la poesía,
sino de publicarla con su nombre.
Así, Neftalí
Reyes eligió el seudónimo con el que todos lo conocemos: se llamaría Pablo
Neruda.
Hoy Neftalí
encontraría otros problemas: nadie quiere publicar poesía. No se imprimirían los
poemas de Neftalí y simplemente se perderían para siempre. Y si existe otro
Neruda escribiendo en las sombras, tal vez no lleguemos a conocerlo
nunca.
En un modelo
editorial volcado al mercado, alguien decidió hace unos cuantos años que el
mercado no absorbería poesía y este género literario dejó de editarse. De este
modo, no sólo estamos impidiendo que se conozcan los nuevos poetas.
Neftalí Reyes
eligió ser Pablño Neruda porque se inspiró leyendo los poemas del checo Jan
Neruda, por quien sentía una gran admiración. ¿Encontraría hay Neftalí una
versión castellana de los poemas de Jan Neruda? ¿Alguna mano piadosa los habrá
colgado de esa abigarrada confusión que llamamos Internet?
Al dejar de
publicar poesía estamos rompiendo una línea de continuidad iniciada mucho antes
del nacimiento del idioma castellano, con las poesías amorosas del romano
Ovidio, cuyo tono erótico no pudo soportar el emperador Augusto, y por eso lo
desterró a un sitio infame.
Hace casi dos
mil años que leemos a Ovidio, a quien no pudo destruir la represión de
su mojigato emperador. Primero lo leímos en tablillas de cera, después en
pergaminos y más tarde en letra impresa. Mientras tanto, los poetas nuevos
quedan sujetos al efímero destino de un blog electrónico.
La continuidad
de una cultura significa que unos artistas van inspirándose en los anteriores,
por supuesto que si tienen oportunidad de conocerlos.
Acaba de
terminar en Buenos Aires una de las Ferias del Libro abiertas al público más
importantes del mundo, y todos los comentarios se refieren a sus aspectos
comerciales. Nos preocupamos mucho menos de lo que ocurre con la promoción de la
cultura.
Pero el mercado
no siempre es el mejor regulador de todas las cosas. Por influjo del mercado, la
poesía dejó de ser rentable. Poco después, el cuento siguió el mismo destino. Si
hoy llegaran con su carpeta a una editorial, sin que nadie los conociera,
¿publicarían sus cuentos Horacio Quiroga y Jorge Luis Borges? ¿O se perderían
sus obras para siempre?
Este año, en
medio de la gran fiesta del libro, el mercado dio otra vuelta de tuerca. Me
informan que varias editoriales están reduciendo la edición de
novelas.
-Es un año de
crisis y en época de crisis las novelas no venden poco -me dicen-
Vamos a vender muchos libros de autoayuda.
De modo que
empecé a preguntar qué destino tendrían algunas grandes obras de la literatura
universal si sus autores fueran noveles en vez de famosos:
-¿Publicarías
el "Ulises", de James Joyce, si el autor fuera desconocido?
-pregunto.
-No -me
contestan- es demasiado difícil de leer.
-¿Publicarías
"En busca del tiempo perdido", de
Marcel Proust?
-No, es
demasiado largo. Me cuesta mucho vender un libro de más de 200
páginas.
-¿Publicarías
"Cien años de soledad", de Gabriel García Márquez, si nadie conociera al
autor?
-No, es
demasiado complicado. Vendemos mejor los libros sencillos.
No sé si será
cierto, y en el marco de este comentario tal vez tenga poca importancia. Lo que
sí es cierto es que someter la cultura exclusivamente a las reglas del mercado
está dañando severamente nuestro patrimonio literario.
En un contexto
en el cual cada uno de los actores destaca las responsabilidades de los otros,
el libro se transforma en un objeto descartable. El mercado (metáfora que habla
de las acciones de muchos seres humanos concretos) está tratando a los libros
como si fueran revistas, con una vida útil cada vez más reducida. Para realizar
ganancias (o solamente para sobrevivir) hay que editar continuamente nuevos
libros que desplacen a los anteriores. Para resguardarse de la crisis, hay que
reducir la tirada y subir el precio.
En
consecuencia, el público compra menos. La respuesta de los organizadores de la
Feria no es promocionar la lectura sino reducir la presencia de un público que
mira los libros como objetos de lujo.
Los libros que
sobran a menudo se destruyen en vez de enviarlos a las mesas de saldos, para
evitar que el libro barato compita con el libro caro que acaba de
editarse.
¿Queda acaso el
resquicio de las ediciones de autor?
No, de veras
que no. Acabo de hablar con libreros, que me dicen:
-El espacio que
tengo en las mesas no es infinito. Lo libros que llegan de las editoriales que
trabajan con ediciones de autor se quedan en el depósito sin abrir los
paquetes.
-¿Y si alguien
los pide? -pregunto.
-Les tengo que
decir que está agotado -me contestan-. Si bajo al depósito para abrir los
paquetes, descuido el local y me roban los libros.
Podemos seguir
indefinidamente con el anecdotario, pero lo importante ya está dicho: más allá
de las mejores intenciones de cada uno de los actores sociales involucrados, la
exclusividad del mercado está produciendo graves daños en nuestro patrimonio
literario. Se edita una fracción ínfima de los libros que se escriben y el
criterio de selección no tiene que ver con la calidad sino con las expectativas
de venta. Estas variables no necesariamente coinciden, como se ve con las ventas
de los libros de autoayuda.
Nos preocupamos
por el patrimonio arquitectónico y salvamos de la demolición a aquellas obras
emblemáticas que el mercado inmobiliario quiere transformar en centros
comerciales o en torres de departamentos. También creamos parques nacionales y reservas
naturales para proteger nuestro patrimonio natural, cuando el mercado quiere
arrasar los bosques o transformar nuestra fauna en tapados de
piel.
Pero aún no
estamos haciendo nada por salvar el patrimonio literario que todos los días se
redacta y que se va perdiendo por falta de políticas públicas de
protección.
Existen editoriales estatales en Guatemala, El
Salvador, Costa Rica, Cuba. Uruguay firma convenios internacionales para
promocionar en el exterior los libros de sus editoriales estatales. Las hay
en los diferentes Estados de México y además está su enorme Fondo de Cultura
Económica. En Venezuela hay varias, como la muy importante Monte Ávila, el
Perro y la Rana y la Colección Ayacucho. Estas editoriales tratan de publicar
aquellas obras valiosas que no encuentran un lugar en el mercado. En un
reciente debate en ese país, se planteó el desafío que significaba para el
sector privado el competir con los precios bajos de las editoriales estatales.
Es decir, que tenían que encontrar formas imaginativas de llegar al público con
precios menores, en vez de la fácil solución de aumentarlos
indefinidamente.
Se
trata de una alternativa. Sin duda que hay otras posibles, como contratos de
edición por parte de organismos públicos o una red de librerías estatales, como
la que tuvo hace tiempo la Editorial Universitaria de Buenos Aires. Lo que
realmente importa es recordar que el libro no puede ser vehículo de cultura si
no hay políticas públicas al respecto.
Me
llama la atención el que no estemos analizando propuestas sobre el tema. Y
no me refiero solamente a los que ocupan cargos de gobierno.
En estos días hay elecciones en la Argentina. Se presentan
varios miles de candidatos para ocupar cargos electivos y todavía no conocemos
la propuesta cultural de ninguno de ellos. Tanto el Gobierno como la oposición
han olvidado que su función es discutir políticas públicas, no solamente
candidaturas. ¿Los ciudadanos tendrán la energía necesaria para
recordárselo?